domingo, 28 de junio de 2009

Conferencia

Fadir Delgado Acosta
La literatura como posibilidad ciudadana

Se sabe que el ejercicio de la literatura es una actividad solitaria, ya lo dijo Marguerite Duras, es de los pocos oficios que difícilmente se puede hacer a dúo. Desde el escenario de esta soledad ¿cómo se podría abarcar la literatura en un contexto colectivo? Debe entenderse entonces que ésta a pesar de concebirse a partir de la palabra solitaria revela otros territorios, cosmovisiones, rasgos emocionales que se redimen a partir de la imagen y la metáfora, y es la libertad el signo que traza con más acento la literatura; y todo noble quehacer político toma el derecho de la autodeterminación como una necesidad fundamental del individuo y la sociedad.
Esa búsqueda de la autoderminación es una de las tantas posibilidades que ofrece el ejercicio literario, desde la creación, hasta la lectura. Es una posibilidad del asombro, jamás una posibilidad de respuestas pues la idea no es concebir la literatura como una diosa salvadora, o como una heroína de comics, no. En ella no se hallan soluciones a las fatalidades humanas, solo se encuentran preguntas, y hoy, precisamente la gente no se cuestiona, no se inmuta, no se asombra. No mira más allá de las formas, ya sea por pura pereza o por miedo: miedo a ser, y como dice Rober Frost: «miedo a detenerse porque eso los compromete y los poderosos se apoderan de ese miedo.»
Habría que decir también que el poder no sólo se aprovecha de ese miedo, también lo alimenta y lo provoca. Y ese miedo es el otro frente que nos acompaña, el otro frente que nos lleva ventaja, que nos arrastra a no pensar en el otro, a la decidía colectiva; que nos arrastra a una soledad egoísta y mezquina que nada tiene que ver con el derecho de cada individuo a poseer un lugar intimo y propio para revelarse, para encontrarse: derecho implícito en el territorio de la literatura.
La creación escrita es una posibilidad de rescate y lo más urgente para rescatar es la condición humana, la cual no traduce hacer uno que otro raciocinio, caminar, o hablar, sino un compromiso mucho más complejo que significa no pensarnos desde lo individual sino desde lo colectivo; para ello debemos reconocer que existe el otro, que existimos, que podemos comenzar a imaginarnos y a pensarnos juntos.
Es así como el universo de la escritura a través de sus propios tejidos nos cuenta otros contextos, nos reinventa otros escenarios a partir de una realidad que se distancia de aquella que se muestra en la seudo-literatura o en los espectáculos mediáticos que comercializan la tragedia, reduciéndola a un vulgar y banal melodrama.
La literatura en su esencia más autentica rueda las cortinas de las múltiples formas de ver, de combatir el discurso lineal. Al invitar a otras formas de pensar crea a través de sus mundos propios personas críticas que tienen la obligación moral de detenerse, de no quedarse con la página, sino reconstruir su propia mirada. Dice Gaston Bacherlard « En el momento en que el lector abandona el libro es cuando la evocación de quien escribe….] puede convertirse en umbral de onirismo para los demás». Es decir, la literatura no experimenta su estado más vital cuando se lee sino cuando se abandona para interpretarse… para vivirse. Ella rescata y redescubre los rasgos más fundamentales del ser humano. Es en sí una experiencia de libertad, de ser, de pensar por nosotros mismos. Al rescatar esos rasgos de alguna u otra forma se convierte en una experiencia que nos recuerda como seres capaces del lenguaje[1], que nos recuerda el otro, que reconstruye los espacios y humaniza los no lugares[2], esos lugares donde la gente está y no está.
Esos no lugares invisibilizan al ciudadano y lo alejan de su condición humana, de su identidad y del sentir, que está en vía de extinción como la misma capacidad del asombro.
La ciudadanía es un concepto político que involucra prácticas que no sólo se reducen a la llamada fiesta electoral o al hecho de haber nacido en un Estado- nación. En ese contexto la ciudadanía tiene múltiples formas de exteriorizarse, es así como se habla de ciudadanía social, política y cultural, pero básicamente el ciudadano debería ser ese que es capaz de asumir una conciencia propia y soberana e insertarla a prácticas colectivas, no desde los rasgos de la imposición sino desde el lenguaje de la convivencia. Es decir, un ciudadano consciente de sus derechos y deberes que no sólo se piense a sí mismo sino que busque pensar por sí mismo a los otros y de esta forma reconocer que existen los otros.
En esa medida la literatura como toda experiencia de creación remueve esos tejidos sensibles que se llevan dentro, atados muchas veces por discursos que homogenizan e idiotizan. Es una experiencia que despierta, invita a vernos desde otras estéticas y sobre todo nos recuerda que debemos sacar de las leyes del Estado el concepto del ciudadano, y llevarlo al escenario de la condición humana, al escenario de ese ser que se asombra, que siente, que se solidariza, que es capaz de la sensibilidad, de concebirse como un ser de lenguaje y de símbolos, capaz de dialogar con la diversidad.
No es cuestión de reducir la literatura al concepto de utilidad y encasillarla en el para qué sirve. En estos tiempos todo se mide por lo que es útil o no. Además es penoso reducir el ejercicio creativo de la escritura al capricho de cualquier costumbre o concepción social. Entonces el asunto no es de qué servirá sino cómo podemos ser a partir de ella. Y es allí donde la forma de concebirla y la forma de leerla juegan un papel importante. Cipriano Algor en la Caverna de Saramago, dice: «hay quien pasa la vida leyendo sin conseguir ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que la palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa».
Llegar a la otra orilla significa alejar la lectura literaria de cualquier método que quiera sojuzgarla, mecanizarla y convertirla en acción prácticamente robotizada. La cuestión entonces no está en cuántos textos tenemos, cuántos hemos leído, sino cuántos hemos, realmente, vivido. Es también esa otra orilla una alternativa de lenguaje que nos llama a reconocernos, a mirarnos, a leernos por dentro y a descifrarnos. A través de ese lenguaje la otra orilla reinventa modos de comunicación, de diálogos, que al mismo tiempo son sin duda, alternativas para desdibujar el conflicto y la violencia; modos de lenguajes que generan desde la sensibilidad nuevas prácticas ciudadanas.
Es en este contexto donde el territorio literario se convierte en una posibilidad de resistencia, de nombrarnos desde los signos de la imagen, no por ser un escenario de perfección, lo cual además de ser aburrido podría ser peligroso, sino por significar la vida misma. Rober Frost dijo: «en cada línea, en cada frase está escondida la posibilidad de fracasar. Y así es la vida en cada momento podemos perderla, en cada momento hay un riesgo mortal y cada instante es una elección». Esa posibilidad de fracasar no sólo la padece quien escribe sino quien lee: la incertidumbre se apodera tanto del autor como del lector. En esas dos esferas literarias siempre aguarda el vértigo, el asombro, sensaciones de pérdida, ansiedades de recomenzar, de terminar, de decir algo o simplemente de hacer silencio.
Muchos escritores han afirmado que sin las obras Homero el pueblo griego no sería lo que fue. Sin duda las obras de muchos escritores han marcado las formas y los modos de pensar de ciertas sociedades, han fundado comportamientos y en esa medida alternativas de construcción ciudadana u otras miradas distintas de la realidad. Es así como en la historia El incendio de la Biblioteca de Alejandría de Jean-Pierre Lumiet le dice Filopón al guerrero que llegó con el propósito de realizar tan triste y macabra misión «Te diré que no son los escritores o los sabios quienes se ocupan de política, sino mas bien la política la que se ocupa de ellos. Y los reyes tienen más necesidad de poetas que los poetas de reyes…] si los sucesores de los tres Tolomeos hubieran leído estos versos…] tal vez Alejandría no estaría donde está hoy…”El sol al atardecer baña el mar con su sangre. Tened cuidado, príncipes, de que no se extienda hasta la aurora y ahogue así a las musas”[3]. Con este verso según Filopón se predecían las conquistas romanas y la alianza con Pergamos.»
En un país como el nuestro, donde alzar la voz es invocar la muerte, los signos se convierte en una opción para pedir auxilio, de decir lo que el lenguaje lineal tiene al alcance de los ojos y que jamás podría revelar por desidia o por simple y cruel complicidad. Es allí donde la literatura se convierte en una alternativa porque re-dignifica la condición humana, desde sus rasgos más íntimos de libertad y autodeterminación.
En esta realidad agreste como la nuestra urge el asombro, la solidaridad, la conciencia colectiva, pero sobre todo urge la persona, el ciudadano, ese que se invisibiliza por decisión propia o por caprichos de poder. ¿Dónde está ese ciudadano-humano, capaz de la sensibilidad, capaz del encuentro? Como lo dijo Octavio Paz «Los hombres modernos, incapaces de inocencia…] nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra substancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente.» Paz nos recuerda que «somos algo más que un instrumento, un poco más que esa sangre que se derrama para enriquecer a los poderosos o sostener a la injusticia en el poder.»
Nos han despojado de nuestra condición humana, y quienes nos sabemos despojados y día día luchamos para retenerla sabemos que esa búsqueda hay que hacerla desde adentro, desde las pausas del espíritu y ¿quién traduce esas pausas?, ¿quiénes traducen esos afanes?, sin duda las experiencias de arte, en este caso la literatura que nos anuncia y nos grita al oído que somos más que objetos y útiles de democracia barata, nos dice que somos soñadores capaces de ser el sueño, la metáfora y la imagen; capaces del asombro, de leernos y descubrirnos
[1] Término acuñado por Jürgen Habermas en la Teoría de la Acción Comunicativa.
[2] Termino de Marc Augé en su obra Los no lugares. Espacios del anonimato.
[3] Verso de Eratóstenes

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